La Ruta de la vida antes del agua


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Viajero, cuando las máquinas del Plan Badajoz llegaron, ellos ya estaban allí. Ya habían hecho morada en el río antes de que brotara el agua. En alguna de estas casas hubo una escuela de letras regentada por monjes venidos de Mérida, en la de más allá, bellos mosaicos cantaban las aventuras de Orfeo, del dios que nos habían traído de Oriente. En otra, el gusto por los jardines franceses la convirtieron en un oasis, en un locus amoenus.

Las vegas del Guadiana nos han dado una herencia impagable. Pobladas, cultivadas, alimentadas desde los primeros días del hombre, las caras del río son un testimonio imprescindible para desentrañar nuestro pasado. Lo eruditos llaman secuencia poblacional a cómo se habita y se vive un mismo lugar a lo largo de la historia. Aquí no hay duda. Los lugares de la Ruta del Agua antes de la vida siguen manteniendo el aire inconfundible de los complejos agropecuarios que conocimos o imaginamos de herencia lusitana o romana.

Esta ruta es también una vuelta al tiempo de la cal blanca y de los zócalos en añil. Una visita que se antoja inolvidable, porque habrás de amansar perros en Cubillana, tendrás que intentar no asustar a los pavos que han hecho de los muros romanos de Torre Águila su posadera real, habrás de pasar inadvertido ante las palomas que todavía sobrevuelan El Condado o Sarteneja, tendrás que disimular con un pasabaporaquí cuando te acerques a la cancela que te abre el universo de Sagrajas, o tendrás que mentir descaradamente, y contar que te quieres casar dentro de unos meses para poder pisar los jardines franceses de La Vara. Si no te atreves, te queda el Teatro Romano de Mérida, o la Ciudad Monumental de Cáceres, o Évora, o Guadalupe, o Trujillo, o Castelo Branco, o Zafra, o las gargantas de La Vera.


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A Cubillana se llega dejando el camino que lleva al badén de Torremayor. Cubillana es tan invisible como el propio badén en la estación de las lluvias. No se ve, pero está ahí. Créelo.

Aquí, antes de los geranios, floreció el amor a los libros. Junto al Guadiana, tan junto que parece salido de sus aguas, hubo cabañas de pastores. Luego vinieron los monjes de Emérita. Incluso un médico griego, el que después fue el obispo Paulo de Mérida, hizo morada de Cubillana.

Dicen los eruditos que en este antiguo monasterio, antes de ser casa y palacio de labor, se fraguó la cultura visigoda de Lusitania, y que de sus celdas y de su escuela salieron, sin birretes, aún no estaba de moda, letrados y clérigos de alto postín. A Cubillana se puede llegar por ese camino de Torremayor, sí, pero también se podría llegar a través del agua. Los niños que vivieron en Cubillana tenían al río como su patio de juegos. La torre esbelta preside el lugar, y los perros le ponen música a la llegada del desconocido.

En torno a Cubillana ya es todo siembra. Parcelas del tiempo de las máquinas americanas que nivelaron el Plan Badajoz. Pero recuerda, viajero, que mucho antes aquí hubo otro plan, un plan de estudios muy severo.

La hora de la siesta se hace larga bajo las palmeras que dan sombra a la casa principal. Los perros ya se han acostumbrado a tu presencia y se han alejado lo suficiente como para poder sentarte junto a la puerta de esta casa, la que tiene floreros de piedra en el tejado, la que parece una mezcla entre mansión modernista austera y los tejados que tanto gustaban a Adel Pinna. Al fondo, el ruido lejano de algún tractor, el murmullo del río y una leve brisa que amaina el sofoco y que adormece, por fin, a los perros. Recuerda que toda esta ruta es tierra de Cave Canem.

A pocas leguas de este recuerdo monástico, y camino de Montijo, vas a topar con Torre Águila. Los canales y las acequias pueden despistarte. Detrás de ellos, en el camino que te lleva a Barbaño, tras una verja, observarás a los pavos y a las gallinas viendo pasar las horas. Eso es Torre Águila.


Cuentan los señores de los libros que se construyó para ser retiro y última morada en la tierra de algún soldado romano retirado de la lid.

En 1984 volvió a la luz. Y nos descubrió su antiguo esplendor. Y sí, hubo termas y almacenes para el trigo, y un rincón para los recuerdos donde el soldado, según dicen las crónicas, contaba de los tiempos heroicos. Miles Gloriosus.

Lo que aquel legionario nunca pudo sospechar, es que mucho tiempo después esa misma tierra, ese mismo río, fueron campo de Marte. Una vez más. La Batalla de Montijo llegó hasta las mismas paredes de Torre Águila.

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Una o dos leguas, y el viajero encuentra la paz. Es La Vara.

Ahora La Vara se llena de novias. Así que no se te ocurra acercarte allí en tardes de sábado. Pero tienes que ir, aunque fuera lunes y las calles de Valdelacalzada estuvieran aún cerradas. Porque si existe el oasis, está aquí. Sus jardines son como una vuelta al mundo de la lírica. Dicen que sus árboles y parterres tienen raíces afrancesadas, y que las tardes en sus prados son una invitación al spleen.

La casa bonita, que así la llamaron durante mucho tiempo, está escondida entre los regadíos como quien esconde un tesoro, y se descubre tras sus muros como quien descubre el amor adolescente.

Allí al fondo, en el cruce, encima del arca de agua, anidan las cigüeñas. Aunque antaño fue más casa de palomas. Es El Condado, a poco más de cinco minutos de La Vara. La presencia imponente de estructuras mecánicas en la fábrica vecina puede confundirte también.

La torre de El Condado no es torre. Es un hermosísimo palomar al que aún hoy acuden los pichones para resguardarse de los rigores del calor de julio.

Pide permiso. Avisa de tu llegada. Diles que eres perito agrícola o topógrafo o cosmonauta. Lo importante es que puedas deshacerte de los perros y recorrer el perímetro amurallado, y descubrir, entre el tapiz blanco de los árboles frutales, una dulce extravagancia que es algo así como una réplica de la Puerta de Palmas de la vecina Badajoz. Sólo por esa puerta merece la pena venir a El Condado.

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Y a Sarteneja. En su torre circular hubo, de niños, una casa de palomas también. Hoy podemos verla en los cuadros de algunos pintores que tienen por aquí su retiro y su inspiración.

Y a Torrebaja. Otra vez la secuencia poblacional. Torre es casa de labor, posesión agrícola, villa para los que vivieron en tiempo de romanos. Hoy nos quedan muchas torres. Torrehermosa. Torreorgaz. Torrequemada. Torre de Santa María. Torrefresneda. Torremayor y Torre Águila, claro. Todas tienen el mismo origen. O al menos eso es lo que afirman los señores de los libros. Y si ellos lo dicen pues habrá que creerlo.

En Torrebaja el añil te recuerda que estás cerca de los campos alentejanos. Que puedes sentir el olor del café. En sus naves algo descuidadas habitan palomas que se soliviantan cuando perciben que andas merodeando por la celosía de ladrillo.

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Viajero, no preguntes cómo llegar a Pesquero. Pesquero no es un lugar. Es una forma de vida. Porque existe un Pesquero de Arriba, un Pesquero de Abajo, un Pesquero del otro lado, y el de aquí y el de allá.

Su nombre nos trae al río. El Guadiana lo cuida desde que en sus campos los soldados hablaban un latín barriobajero.

Y como Pesquero no es un lugar, para ver el mejor Pesquero habrás de viajar a Badajoz, y subir a la Alcazaba, y entrar en el Museo Arqueológico, y levantar la cabeza, porque arriba, sobre una pared extensa, está la joya de Pesquero.

Sí, viajero, lo que estás viendo es un mosaico tan grande como intensa fue la vida antes del agua. Es Orfeo encantando a los animales. Si acercas las orejas al muro, podrás oír todavía los últimos ecos de su lira antes de que cierren el museo, porque así lo dicta el horario.

Te podríamos contar de dónde sacaron este mosaico, junto al camino que sale tras la curva a la derecha, donde ves unos árboles a la vera del río, poco después de haber pasado la antigua estación de Talavera. Pero eso será para otro día, porque la casa romana es un pequeño cofre escondido.

No preguntes tampoco cómo entrar en Sagrajas. Porque de Sagrajas lo conocerás todo pasado mañana. Conocerás lo de la batalla, lo del tesoro, lo del campo de aviación, lo del otro campo, el de concentración, y hasta lo de las callejinas. Mientras tanto quédate a este lado de la verja, y si el encargado te lo permite, puedes hacer alguna foto. De las leyendas que se cuentan en la comarca, hablaremos una noche de estas, sentados en el Canal de Montijo, el de los presos.