La Senda de los Bastardos








Algunos los llamaban los bastardos de la Raya. Otros los vistieron de un cierto halo de heroísmo, de un rastro de Señores de la Sierra que se pierde en la mitología lusitana y que nos evoca a los antiguos guerrilleros de Viriato, aquellos que mantuvieron en vilo a tropas imperiales venidas desde el otro lado de las montañas del este, o a los incómodos ejércitos de ladrones y salteadores de caminos que llamaban de los Golfines, o a los bandoleros de Santibáñez y la Sierra de Gata que jugaban al ratón y al gato con otras tropas venidas de más allá de las montañas del norte, aquellos que hablaban en francés, o a los Niños de la Noche que se echaron al monte para defenderse de la ofensiva golpista y africana que llegaba del sur. 


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Eran días grises del café y del aceite. Y del trigo y del tabaco. Y dicen que había un camino serrano que recorría San Pedro, y que salían de las puertas del castillo de Montánchez, pero ya no oían los cantos bereberes o la llamada a la oración. Sólo una campana de la ermita les decía adiós y hasta pronto. 


Montánchez es estrategia. Geografía horizontal. Su castillo es puerta de avistamientos, puesto de control, almena de defensa y alcazaba de las conspiraciones. 


Pero también es el castillo de Montánchez una bandera que corona y acota el paisaje, porque se ve desde todas las ventanas y desde todos los caminos. 


Su trazado tan irregular como juguetón introduce al viajero en los sueños del laberinto, en el juego del escondite, porque cuentan que desde la ermita que preside el patio de armas salían muchas noches, a escondidas, los bastardos, los comerciantes del lino y del aceite, y del café y de las rutas furtivas. Les esperaba Fontalva, les esperaba Marvâo, ese hermano de cabello encrespado al otro lado de la raya, al otro lado del mundo. 


A través de la Sierra del Centinela (qué hermoso nombre para una montaña) pasaban por los muros de Santa Lucía del Trampal (qué hermoso lugar para una vida), y allí paraban a pasar la noche y a coger naranjas que llevarse a la boca. 


El Trampal es un viaje al centro del mundo. El fenómeno sublime de Santa Lucía es todo un catálogo donde el arte, la arqueología, la naturaleza y el silencio se dan la mano en exquisita armonía. 


Levantada junto a la Vía de la Plata, en Alcuéscar, a medio camino de todo sitio, en el centro de Extremadura, la ermita del Trampal pasó a formar parte de la agenda inexcusable a principios de los 80, cuando Juan Rosco y Luisa Téllez, recorriendo la Sierra Centinela a lomos de una vieja bultaco, intuyeron unas antiguas paredes tras la maleza medio salvaje de la montaña. 


Construida en un entorno envidiable, un vergel, un microclima en la falda de la sierra, rodeada de agua, de viejos molinos y de naranjas, la ermita ha protagonizado alguna que otra polémica entre la comunidad científica. 


Desde el primer momento todos pensamos en Santa Lucía como una construcción de época visigoda, de origen monástico, en la que el visitante puede observar en sus bases históricas y constructivas rastros de antiguas culturas prerromanas, de lugares sagrados dedicados a diosas indígenas como Ataecina, o la advocación a la Perséfone romana, a Proserpina. 


Luego vinieron otras teorías. En todo caso muchos nos quedamos, aunque sea por puro romanticismo, con el misterio visigodo que envuelve a este enclave tan singular. Con rigor histórico o sin él, nos da igual, y es que el Trampal produce una extraña atracción, casi atávica, un lugar de poder, porque es como un reino de la serenidad, un canto a los ciclos de la naturaleza que simbolizaban las antiguas diosas que reinaban en la sierra. 


Para acceder a la ermita basta con llegar a la plaza de Alcuéscar, y tomar una de las calles que de ella parten en dirección a poniente. En pocos minutos, y por un camino asfaltado, uno se topa, detrás de una curva, con el centro de interpretación. Algunos metros más adelante asoma el fantasma de piedra de las tres torres que son los tres ábsides de la vieja construcción. En el interior, un juego de luces y sombras nos devuelve al oropel de los ritos arcanos. El fondo musical lo interpretan los pájaros y el agua de los molinos cercanos. Un viaje al centro del mundo. 


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Por el Puente Serapio cruzaban el Aljucén, y lo hacían en fila india, para no ser vistos, para pasar desapercibidos, porque a este lado del puente aún se conserva el paso estrecho que contaba el ganado, como si al otro lado les estuviera esperando Polifemo al final de su covacha. 


El puente extravagante. O al menos eso nos parece en nuestros días. Una magnífica obra de arquitectura pública en el Río Aljucén que no comunica caminos, que permanece dormido. Pareciera que su gran ojo central vigilara el paso de rebaños y manadas que el ojo humano no ve, porque de otra forma no se entiende la existencia de este puente. 


A Loriana llegaban ya un poco cansados. Y a la puerta del monasterio de San Isidro llamaban para escuchar historias de fray Gonzalo. Si estaba de buenas les dejaba descansar en su claustro. Si los guardias habían pasado por allí recientemente los alojaba en la Cueva del Monje, que dicho así pareciera que fuera una cueva y que la habitara un religioso del monasterio. Era, y es, un maravilloso dolmen cuya ubicación exacta no desvelaremos por aquello del morbo, donde dicen y cuentan que algún fraile se retiraba durante días para la oración y el sacrificio. 


Cuentan que allá por 1551 un tal Fray Alonso de Manzanete (apellido con el que antiguamente se conocía a La Roca de la Sierra) refundó el convento franciscano que preside el hermoso y bravío paraje de Loriana, y cuyas ruinas puede contemplar ahora el viajero, mientras recuerda que Loriana se construyó en los siglos oscuros junto al arroyo que lleva su nombre, y que de su vientre sacaron piedras para construir dólmenes, y que de sus entrañas en tiempos latinos prosperó una pequeña industria del vidrio, nombre con el que se conoce a la sierra cercana. 


Hoy queda un leve recuerdo de San Isidro de Loriana. Las ovejas se resguardan en su iglesia y en su claustro crece la maleza y el olvido. 


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A lo lejos quedaba Alburquerque y sus cuatro castillos. Pero ellos descansaban en el Risco de San Blas, entre las pinturas rupestres, el cielo abierto, y algún nombre escrito con carbón de una mujer amada. 


Dicen que en sus abrigos pintaron los hombres de antes de los hombres. Dicen también que más que pintar escribían, porque cuentan que sus pinturas son como letras, como un alfabeto de la memoria. Pictogramas los llaman. 


Pero cuentan que junto a estas pinturas antiguas existen otros nombres de los bastardos. Los nombres donde se halla el amor. Porque aquí, siguen contando, tomaban descanso, camino de la raya, los señores del aceite y del café. Y entre sus piedras, si el viajero llega a la hora del atardecer, podrá ver escritos los recuerdos que se dejaron en la senda. 


Y pasada la cuarta noche se encaminaban, unos al norte, a la siguiente estación en los dólmenes de Jola y el horizonte de Marvâo, otros al sur, porque querían volver con el recuerdo del castillo blanco de Fontalva, porque era lo que más se parecía a los sueños de princesas y dragones. 

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El Castelo de Fontalva parece salido del país de las hadas. Emboscado en los campos de Elvas, lejos de las estradas y las carreteras comarcales, el castillo es uno de los secretos mejor guardados de las tierras alentejanas, y su ubicación ha sido muchas veces un misterio. No seremos nosotros quienes desvelemos sus vértices geográficos y emocionales. Un castillo blanco en pleno bosque lusitano no es otra cosa que un hecho mágico, un encuentro con la literatura fantástica, y ahí quedará por nuestra parte. 


Marvâo. Donde las guías de turismo hablan de nidos de águilas. Pero Marvâo está más allá de los papeles escritos y los anuncios de televisión. Porque Marvâo es geografía fundacional, es el auténtico ex libris de La Casa de los Nómadas, y aunque no existiera ninguna senda de los bastardos, habría que inventarla o habría que soñarla, porque Marvâo ha de ser final o punto de partida, da lo mismo, hay que buscarse cualquier excusa para venir a ella, porque ella es el silencio, el mapa de cal, los pañuelos negros anudados sobre la cabeza de Ana Paula o Albertina o Fátima, el reino de los ecos perdidos en su aljibe. 


Y después de soñar y entregar la mercancía, volvían sobre lo andado, porque echaban de menos la campana de la ermita del castillo que no era blanco, pero que les esperaba para volver a decirles adiós. Eran Os Contrabandistas.