Lector, viajero, navegante, si no te consideras un curioso impertinente es preferible que abandones esta casa y que no sigas perdiendo tu tiempo tan preciado, porque si sigues en ella habrás de atravesar cancelas, superar porteras canadienses, recorrer propiedades privadas, visitar a la sacristana para que te preste la llave, llevar tabaco que ofrecer a los guardeses (de los dos, del rubio y del negro), amansar a los perros, ahuyentar a las vacas, sortear manadas de caballos, saludar a los propietarios y depender de su ánimo, llevar algún libro en la mano que hable de historia y, si me apuras, de cigüeñas y rabilargos.

Y habrás de comprometerte a preservar el equilibrio cultural, histórico y ecológico de los lugares que habitan esta casa, porque verás palacios abiertos en pleno campo, y vajilla antigua en sus estanterías y te provocará la rapiña y el fetichismo, y procurarás no pisar los mosaicos romanos que están expuestos al sol y a la luna, y al paso del tiempo.

Porque esta casa está llena de lugares que no siempre aparecen en las guías, rutas incómodas, un florilegio de tesoros escondidos en la memoria y en el registro de la propiedad horizontal. Sí, nunca mejor dicho, porque esta casa está levantada sobre soberbios y solemnes horizontes lusitanos.

Si todavía sigues ahí, bienvenido a esta casa, y que los perros, las vacas, las cigüeñas, los colonos, los pastores, los caballos y el cielo azul de este país azul que llamamos Lusitania te acompañen, porque lo que vas a visitar tardarás algún tiempo en olvidarlo.