Uno no sabe dónde escuchó por primera vez esa canción de los Rolling, el You Gotta Move. Éramos adolescentes, y eran tres acordes que cantábamos una y otra vez. Diego la teatralizaba, el mellizo Manolo no la entonaba mal, y a Ramón le costaba trabajo cantar en público.
Sentados en el canal aprendimos que esa canción no era de los Rolling Stones. Era un canto triste, un blues del profundo sur algodonero que cantaban los afroamericanos (por aquel entonces no conocíamos esa palabra, se hablaba de negros) que levantaron las tierras que bordean el Mississipi.
Uno iba al canal pensando que el agua daba vida a la vega, y que corriente abajo, hacia el sifón, traspasando compuertas, irían las notas de la canción negra regando de Mi séptima, La Mayor y Si Mayor las primeras cosechas.
Porque con la llegada del canal a sus vidas llegaron los acordes a su guitarra, también negra, y los ecos de los algodonales a sus recuerdos, mientras iba dejando a Toro Sentado a buen recaudo de la madre que lo guardaba en el bote de Cola Cao, donde estaban los bolindres de Rorry, hasta que llegó Juanito y los perdió casi todos, y donde estaban dibujadas las figuras, negras también, que uno imaginaba cantando el blues del You Gotta Move.
Con el canal uno aprendió más tarde que hubo un tiempo en el que en un campo cercano, muy cercano, alguien cantaba canciones tristes, mientras intentaba conciliar el sueño en la Colonia Penitenciaria Militarizada de Montijo, donde ahora hay heno, y un depósito de agua, y un pony de crines blancas.
Y uno pensó que, después de oír las voces del cordel de cautivos que hacían navegar, al compás del látigo y la percusión, el barco de Ben Hur y desanudar la red de Espartaco, después de comprar esclavos en Nubia para dar de comer a los camellos de Lawrence, y de contar el oro del rey inca encadenado, y de honrar a pueblos que dieron apellido a conquistadores, o conquistadores con los que llamaron a esos pueblos, llegó a este oeste cercano gente sin nombre, gente cautiva que levantó un mar de cemento para construir un canal.
Uno pensó también que no conocía sus canciones, las de los constructores del canal de Montijo, a orillas del Guadiana, aunque ya sabía algunos acordes de los cantos tristes de los algodonales de Nueva Orleáns, la ciudad de los canales a orillas del Mississipi.
Y uno recordó que esas canciones sin título, sin nombre, nunca salieron en el cine de verano mientras el señor del No-Do recorría las presas y los pantanos, pero sí oyó en la radio algunas del río americano.
Cuentan que los pilotos de las avionetas que sulfataban los campos y las parcelas en los primeros años del Far Wext, podían seguir desde el espacio interior la estela del Canal de Montijo serpenteando por la vega, hasta encontrarse con el Guadiana, de la misma manera que, según dicen los cosmonautas, desde el espacio exterior se percibe una línea de sangre en la estepa, la Gran Muralla que levantaron los antiguos chinos con las manos de gente de libertad disfrazada.
Y cuentan también que cuando el piloto se acercaba a la vertical de la Colonia, al borde del canal, se veía, allá abajo, una mano abierta mirando al cielo, y dicen que son las almenas del castillete que controlaba el barracón de presos de aquí, de los presos que construyeron el canal donde uno cantaba las canciones tristes que habían creado presos de allí.
Fuente: Las Crónicas del Far Wext.
Sentados en el canal aprendimos que esa canción no era de los Rolling Stones. Era un canto triste, un blues del profundo sur algodonero que cantaban los afroamericanos (por aquel entonces no conocíamos esa palabra, se hablaba de negros) que levantaron las tierras que bordean el Mississipi.
Uno iba al canal pensando que el agua daba vida a la vega, y que corriente abajo, hacia el sifón, traspasando compuertas, irían las notas de la canción negra regando de Mi séptima, La Mayor y Si Mayor las primeras cosechas.
Porque con la llegada del canal a sus vidas llegaron los acordes a su guitarra, también negra, y los ecos de los algodonales a sus recuerdos, mientras iba dejando a Toro Sentado a buen recaudo de la madre que lo guardaba en el bote de Cola Cao, donde estaban los bolindres de Rorry, hasta que llegó Juanito y los perdió casi todos, y donde estaban dibujadas las figuras, negras también, que uno imaginaba cantando el blues del You Gotta Move.
Con el canal uno aprendió más tarde que hubo un tiempo en el que en un campo cercano, muy cercano, alguien cantaba canciones tristes, mientras intentaba conciliar el sueño en la Colonia Penitenciaria Militarizada de Montijo, donde ahora hay heno, y un depósito de agua, y un pony de crines blancas.
Y uno pensó que, después de oír las voces del cordel de cautivos que hacían navegar, al compás del látigo y la percusión, el barco de Ben Hur y desanudar la red de Espartaco, después de comprar esclavos en Nubia para dar de comer a los camellos de Lawrence, y de contar el oro del rey inca encadenado, y de honrar a pueblos que dieron apellido a conquistadores, o conquistadores con los que llamaron a esos pueblos, llegó a este oeste cercano gente sin nombre, gente cautiva que levantó un mar de cemento para construir un canal.
Uno pensó también que no conocía sus canciones, las de los constructores del canal de Montijo, a orillas del Guadiana, aunque ya sabía algunos acordes de los cantos tristes de los algodonales de Nueva Orleáns, la ciudad de los canales a orillas del Mississipi.
Y uno recordó que esas canciones sin título, sin nombre, nunca salieron en el cine de verano mientras el señor del No-Do recorría las presas y los pantanos, pero sí oyó en la radio algunas del río americano.
Cuentan que los pilotos de las avionetas que sulfataban los campos y las parcelas en los primeros años del Far Wext, podían seguir desde el espacio interior la estela del Canal de Montijo serpenteando por la vega, hasta encontrarse con el Guadiana, de la misma manera que, según dicen los cosmonautas, desde el espacio exterior se percibe una línea de sangre en la estepa, la Gran Muralla que levantaron los antiguos chinos con las manos de gente de libertad disfrazada.
Y cuentan también que cuando el piloto se acercaba a la vertical de la Colonia, al borde del canal, se veía, allá abajo, una mano abierta mirando al cielo, y dicen que son las almenas del castillete que controlaba el barracón de presos de aquí, de los presos que construyeron el canal donde uno cantaba las canciones tristes que habían creado presos de allí.